Fecha: 25/06/2020
Autor: ESTHER LLONA
Cargo: PSICÓLOGA
Corren tiempos difíciles para la humanidad, sin embargo, el Covid-19 pone de manifiesto una vez más que el ser y del estar de las personas permanecen libres a pesar de hallarse confinadas entre cuatro paredes. Soy contraria a muchos medios de comunicación especializados que señalan y dan valor a lo mejor y peor de la raza humana con intereses partidistas, porque descubro a mi alrededor que, a pesar de vivir con la confusión, la incertidumbre, e incluso el temor a perder lo esencial (la vida, la libertad de movimiento, el contacto social, la vivienda o el trabajo), no se pierde la libertad interior de creer, de crear.
Observo con verdadera admiración a personas próximas que no se conforman con vivir, sino que tratan de buscar un sentido a lo vivido, a la experiencia. Para ellas mi más sentido aplauso, mi reconocimiento. Releyendo estos días el libro “El hombre en busca de sentido” quiero recordar las palabras únicas de Viktor Frankl en su obra cuando narra su experiencia en los campos de concentración nazi. Fue un hombre que vivió durante sus años de encierro con sufrimiento, sintió en su propio ser lo que significaba una existencia desnuda, absolutamente desprovista de todo, salvo de la existencia misma. En aquellos momentos donde todo lo había perdido, donde sintió hambre, padeció frío y continuas brutalidades, donde tantas veces estuvo a punto de ser ejecutado sin motivo Viktor pudo reconocer que, pese a todo, la vida es digna de ser vivida y muestra con su experiencia como la libertad interior y la dignidad humana son indestructibles. No me atrevo a añadir nada a su testimonio, pero sí a compartirlo: el ser humano no solo debiera sobrevivir al Covid-19, o a otras amenazas viviendo sin más, porque no se trata de sobrevivir, sino de vivir más humano.
Fue Lessing quien afirmó: “Hay cosas que puede hacerte perder la razón, a no ser que no tengas ninguna razón que perder”. Estos días personas expertas, profesionales de la psicología y psiquiatría redundan en la idea que, ante una situación anormal, una reacción anormal constituye una conducta normal. Por ello, no vamos a censurar si alguien en algún momento deja de creer para luego poder crear, quizás hasta con más fuerza ideas que ayuden a los demás. En mi experiencia profesional sin duda, las pesadillas más angustiosas, persecutorias no son las oníricas, sino las que experimentan las personas cuando despiertan de su “reverie” (ensueño). Me refiero a las personas que en su vida no logran creer en nada, ni en nadie, ni siquiera en sí mismas. Esas son las personas desprovistas de existencia humana, creo que no existe nada más desolador. Por esa razón, parece aconsejable pensar que mantener activa la vida psíquica, y el deseo de compartirla sea uno de los logros que combatan mejor el sufrimiento.
Estos días nos acompañan desde pequeños rincones, balcones, palabras de ánimo, poemas, canciones, sin fin de mensajes donde expresar, donde comunicar más allá del significado de las palabras lo que sentimos. Aunque parezca sobrevalorado el poder curativo que tiene sentirse escuchado, sea en estos momentos, una labor esencial que ejerce de valiosa ayuda. Por ello, y gracias a todas esas personas sanitarias o voluntarias, especialmente a las personas profesionales del cuidado de los demás, porque dignifican con su trabajo un símbolo de voluntad, de cooperación y de compromiso con los demás. Recientemente leí una carta de Julio Gómez Cañedo (médico de Cuidados Paliativos del Hospital San Juan de Dios de Santurtzi) con una muy interesante reflexión sobre lo que vivimos. Ahí afirmaba que “Cuando todo pase no seremos los mismos y nuestra sociedad no será la misma. Pero la tarea no habrá terminado ahí. Será la hora del sentido. El momento de encontrar el sentido a todo lo vivido. Al dolor, a las heridas, a los descubrimientos y aprendizajes hechos. Nos lo debemos nosotros mismos y se lo debemos a los que más han sufrido. Así, y sólo así, renaceremos como sociedad. Y habremos vencido definitivamente este virus. Nos habremos dado cuenta de que después de todo no se trataba de luchar sino de cuidar. No se trataba de guerras sino de cuidados. Cuidarnos. Cuidar a los otros. Cuidar nuestro mundo. Porque siempre podemos cuidar. Y ya no seremos una sociedad de guerras sino una sociedad que cuida”. También nos recordaba que “Sólo hay algo más fuerte que el miedo: — como dice el presidente Snow a Seneca en la película Los juegos del hambre— la esperanza”. Estas ideas me acompañan desde entonces cada vez que, en estos días, comparto la experiencia del confinamiento con niñas, niños, jóvenes y sus familias. Observo, que ahora más que nunca, existe la necesidad de compartir desde situaciones anodinas a experiencias vitales, donde conectar las empatías, e incluso las simpatías de las opiniones contrarias, devolviendo al colectivo el deseo de pertenencia y de participación social.
Me llevo como experiencia del teletrabajo la resiliencia generada en las familias y sus menores confinados, provistos de recursos adaptativos que ni ellos mismos conocían, son para mí un ejemplo de superación, carentes a priori de lo esencial relatan que han encontrado estos días un lugar seguro en su casa junto a los suyos. Describen situaciones de aburrimiento como “un bien preciado” en una sociedad frenética marcada por la rueda de las prisas, del consumo abusivo descubriéndose a sí misma en casa con espacios de tranquilidad. Señalan vivenciar con sobrecarga exigencias en el ejercicio de su paternidad, maternidad, recalcando que hacen muchos esfuerzos para tratar de adaptarse a un mundo que se apropia de lo más significativo, de su tiempo, del tiempo no compartido con sus hijos, hijas. Añado la disonancia cognitiva que se le genera a la persona profesional durante el teletrabajo, mientras que en ocasiones desatiende a sus propios hijos, hijas mientras pronuncia continuados mensajes de cuidados para asumir la responsabilidad de la tarea laboral. El conflicto de lealtad generado de las necesidades de las personas profesionales competentes, que a toda costa tratan de ser responsable ante labores incompatibles en el confinamiento, produce una brecha dolorosa de discrepancias, de desigualdades que tratan de conciliar aun sabiendo que sacrifican el bien más preciado, mientras resuenan en su cabeza como un martillo el refrán de sus sabios antepasados: “en casa de herrero cuchillo de palo”.
Siento que es un verdadero privilegio rodearnos con personas menores porque vivimos o trabajamos con ellas, o simplemente porque somos unos defensores incondicionales de la infancia, nos regalan, en esta situación de confinamiento, una lección de lo esencial: su existencia. Su vida está llena de risas, llantos, sueños, miedos, juegos, ilusiones, y decepciones. Sus sonidos han sido silenciados estos días de nuestras calles, pero que nos recuerdan nuevamente lo esencial ante los ojos que duermen o no pueden ver. Creer en su potencial, es crear el compromiso de construir una infancia donde se defiendan sus necesidades, donde podamos trasmitirles un legado ¿Qué esperamos de sus vidas? Aunque quizás debiéramos preguntarnos antes: ¿y qué hacemos con las nuestras? Como personas adultas tenemos el reto y la responsabilidad de acompañarlas, de hacer de sus vidas un lugar “suficientemente seguro” donde crean en sí mismas, y en los demás. Si se pudiera escuchar las preguntas que la vida va planteando sin ansia de encontrar la respuesta correcta para así poder ampliar nuestro patrón de conducta, porque cada persona no se puede comparar con la de al lado, porque somos dentro de una especie humana seres distintos, y únicos, pero con la similitud e inquietud de encontrar un lugar en el mundo.
Deseo compartir un mensaje de esperanza, añadir lo que las familias y sus menores me han enseñado estos días: “a pesar de todo estoy disfrutando de estar con mis hijos, hijas, me llevo para el recuerdo buenos momentos de esta inesperada y continuada convivencia, de sentir bienestar simplemente por tenerlos/as a mi lado”. Quizás otro aprendizaje pendiente sea darnos como persona, y sociedad permiso para ir más despacio, disponer de más tiempo o priorizar lo esencial. Quizás también nos tengan que recordar que como el tiempo transcurre inexorablemente, poner límites entre la vida familiar y la vida laboral sea una de las decisiones más saludables e importantes de realizar. Si miramos y escuchamos con “atención plena” a las personas menores, puede que nos sorprendan la autenticidad de sus emociones, sus criticas necesarias, y descubrir entre sus palabras, los deseos de cambiar y mejorar la vida de sus cuidadores. Me pregunto ¿Se estará cambiando la jerarquía de los cuidados?, Ojalá este mundo que empieza a devolvernos las consecuencias de los desequilibrios humanos, haga que empecemos a mirarnos con ojo crítico primero nuestro ombligo, y solo quizás, desde nuestras casas sentamos la necesidad de mejorar.
Mi experiencia me devuelve que antes de cambiar el mundo se necesita tener un mundo interno seguro, generoso, provisto de afectos, cuidados, creencias, e ideas que nutran el deseo de crear. Estos días revisando antiguas películas para ver con mis hijos elegimos ver un clásico “El Diario de Ana Frank”. Su legado, ese diario escrito en un lugar secreto, en plena etapa de desarrollo vital de la adolescencia nos regala en su confinamiento un torbellino de emociones, ideas, críticas, sueños, anhelos que nos vuelve a recordar lo esencial. Ana, en su cándida adolescencia, dejó escrito en su cuaderno una de sus frases que, por su esencia y fuerza, se hizo célebre: “¡Qué maravilloso es que nadie necesite esperar ni un solo momento antes de comenzar a mejorar el mundo!”. Ahora, nos toca decidir si creemos, si creamos en la mente un interludio de claridad, una forma de convivir en un mundo donde lo esencial se mezcla continuamente con lo prescindible y banal.
Esther Llona Rivas