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Itziar Fernández
Reflexiones sobre el cuidado y el autocuidado

Fecha: 25/02/2015

Autor: Itziar Fernández

Cargo: Psicóloga de Agintzari SCIS

Cuidamos, cuidándonos
 
Nos llamamos profesionales de ayuda y el cuidado de los otros es la base de nuestro trabajo. Se trata de un “cuidado” matizado y muy marcado por nuestro contexto laboral, roles profesionales, protocolos y procesos, pero es cuidado al fin y al cabo. Tratamos de favorecer un mayor grado de bienestar en las personas y familias con las que trabajamos, y ese es un modo evidente de cuidarles, por lo menos desde nuestra mirada.
Pero la base de ese cuidado a los otros parte de un cuidado de nosotros mismos. Somos responsables de favorecer una atención centrada en nosotros, que va a posibilitar sin duda, un mayor cuidado de la intervención que realizamos. En este sentido, puede que el cuidado de nosotros mismos como profesionales de ayuda, constituya el punto clave de nuestro trabajo con las personas. Por eso me parece interesante que nos detengamos un momento en reflexionar sobre la forma en la que nosotros nos cuidamos, para tratar de proporcionar una buena atención a los otros.



Cuidarnos, ¿por qué?
 
Trabajamos en realidades complejas, en las que el sufrimiento, la crisis, la precariedad y la inestabilidad ponen en jaque nuestra resistencia profesional y personal. Las dificultades no sólo condicionan sino que, prácticamente, caracterizan nuestros procesos de intervención, y ponen en juego toda nuestra energía psíquica disponible para tratar de construir alternativas posibles.

Tratamos de pensar (cuando los tiempos y los procesos nos lo posibilitan) en los por qué de esas dificultades y, habitualmente, ponemos la mirada en la persona o la familia con la que trabajamos, sobre su situación o sus resistencias. También detectamos las dificultades y limitaciones de nuestros contextos y procesos, y podemos observar la forma en la que impactan en los casos. Sin embargo, nos cuesta más preguntarnos sobre nuestra labor como profesionales, sobre nuestra situación y/o estado en ese momento del proceso, o sobre la intervención concreta que estamos llevando a cabo y, en general, pocas veces incluimos la resonancia emocional que nos está provocando, dentro de la visión de caso que construimos. En este punto, me cuestiono cómo vamos a generar espacios productivos de comprensión y análisis de las dificultades percibidas en los otros, si no dedicamos tiempo a revisar las propias.

Parto de la idea fundamental de que somos nuestro principal instrumento de trabajo. Trabajamos desde la relación que establecemos con los otros, una relación que ha de ser lo suficientemente significativa como para favorecer el acompañamiento a las personas en sus complejas circunstancias vitales. Esa relación parte de la construcción de un vínculo seguro que pueda ayudar a generar mayor bienestar en el otro. Poder implicarnos en dinámicas de ayuda nos exige movilizar nuestros propios recursos personales para vincularnos emocionalmente con las personas y transmitirles que son importantes para nosotros.

En este punto tenemos que tener presente que la emoción es inherente al ser humano e, inevitablemente, se encuentra presente en la relación que establecemos. Somos personas que trabajamos con personas, desde una importante sensibilidad hacia el otro y sus circunstancias. Los casos que abordamos son tan complejos y especiales, que nuestra respuesta emotiva es inevitable. Las emociones que nos generan resuenan en nosotros con nuestra propia historia individual y familiar, nuestras características personales, nuestro estilo de relación, etc. No tenemos que olvidar entonces, que nuestras vivencias emocionales son parte integrante de la intervención, y pueden facilitar, o bloquear, la evolución de la misma.

Nos suceden muchas cosas con las personas con las que trabajamos, y lo importante no es que nos pasen, es lo que hacemos con eso que nos pasa, cómo le damos una vuelta creativa para utilizarlo en el proceso. Como plantea Cancrini (1986): “Desarrollando su función, el terapeuta se relaciona en modo directo con un conjunto complejo de motivaciones, de expectativas, de temores, y de incertidumbres, que están en relación con el ejercicio de esa función, pero, más aún, con su ser persona en un momento definido de su ciclo vital y de su recorrido emocional”.

Conocernos y conectarnos activamente con nuestros propios procesos emocionales cuando trabajamos con las personas, aumenta nuestra conciencia emocional, nuestra capacidad de gestionar las emociones, disminuye el riesgo de sentirnos frustrados, impotentes o “quemados”. Por eso hay que pararse y dar sentido a la experiencia, tratar de “saborearla” y “digerirla”.

Participar de esta relación de ayuda requiere entonces, de un “ser y estar” personal para el profesional, por el que no hay que dejar de trabajar. No es una meta al que uno llega cuando termina su formación, su terapia personal, o cuando sale de su espacio de supervisión o de su contraste en equipo. Es un proceso en construcción continua, que pasa por dejar el piloto encendido de forma permanente en nuestras cabezas. Somos el instrumento fundamental de nuestro trabajo, y para poder usarnos de la mejor manera posible tenemos que conocernos y cuidarnos.



Las recetas son sencillas, pero no mágicas
 
Nos sabemos las recetas. Tenemos que afrontar la complejidad que abordamos cada día desde la tranquilidad (que da el saber, la formación continuada, etc.), la experiencia (de haber luchado en batallas similares, de conocer el contexto, de tener herramientas, etc.), el contraste (que posibilita el equipo de trabajo, la supervisión) y el autoconocimiento y la autoobservación (que está en manos de cada uno de nosotros). Es lo que todos “sabemos”, sin embargo, construirlo y nutrirlo en el día a día, considero que constituye el gran reto.

Es evidente que la experiencia nos suele aportar una sensación de seguridad que nos posibilita un afrontamiento más sereno de nuestro trabajo. Pero no la experiencia entendida como la mera acumulación de tiempo y vivencias a nuestras espaldas, sino como el empleo de ese tiempo y experiencia para la modificación y el enriquecimiento de uno mismo. Porque entre el afrontamiento sereno y la construcción de un escudo protector puede haber una estrecha línea si olvidamos el impacto que los otros a los que cuidamos generan en nosotros.

Nuestra realidad de trabajo exige además de implicación, y esta implicación nos nutre como personas y como profesionales. Partimos de una base de motivación específica para el desempeño de este tipo de trabajo, y considero que una implicación real, intensa, pero ligada al momento, en los casos en los que trabajamos, es indispensable para el cambio. Inevitablemente no significa solo estar comprometido para el otro, sino que supone estar implicado con uno mismo para utilizar eso que el otro me está generando como un recurso. Existe el riesgo de no pararse, pensarlo y elaborarlo en la forma que pueda ser más útil, pero la toma de conciencia y la autoobservación permanente nos protegerá de ese riesgo.

La capacidad de autoobservación sin embargo, no surge de forma espontánea. La experiencia unida al conocimiento, posibilitará el desarrollo de la capacidad de mirar al otro y mirarnos al mismo tiempo, al posibilitarnos también el no tener que estar tan pendientes de técnicas y herramientas. Pero además de la formación, la experiencia, el entrenamiento o el contraste, sobre todo será necesaria esa sensibilidad personal por mirarnos, querer descubrir y descubrirnos en la relación.

En este sentido, el autoconocimiento constituye una meta y un proceso. Debemos flexibilizar la visión de nosotros mismos como una idea en construcción. La autoobservación permanente contribuye a descubrirnos y a redescubrirnos cada vez, y en cada encuentro único con cada nueva persona. Es indispensable explorar nuestra “mochila”, revisar nuestro “archivo”, y conocer bien los propios recursos y el origen de los mismos. El trabajo personal, en la forma que cada uno pueda o quiera darle,  pretende favorecer esto, la autorreflexión y el autoconocimiento. Pararse y pensar sobre las implicaciones del trabajo sobre uno mismo, y de uno mismo sobre el trabajo que realiza. Hemos de conocernos bien, para saber cuál es la mejor manera de cuidarnos, y por tanto, de poder cuidar.

Además en este ámbito, el potencial de los equipos, donde cada uno de nosotros puede, y debe, ser una fuente de apoyo para el grupo, al mismo tiempo que recibe el apoyo de los otros, constituye un ingrediente fundamental del cuidado. Necesitamos  ser/sentirnos respetados en nuestros equipos de trabajo, que nuestras necesidades y dificultades sean/sentirlas reconocidas y los logros celebrados. En este sentido, el reto de los equipos es la construcción de la colaboración y el apoyo real y significativo entre todos sus miembros.

En un nivel superior, tenemos todavía mucho trabajo por delante  para convertir las  redes de trabajo (en forma de equipos multidisciplinares u otras configuraciones)  en redes nutrientes y sostenedoras para los profesionales, para que se conviertan en importantes fuentes de cuidado. Sin duda, una red coordinada y cohesionada protegerá de la vivencia de aislamiento/soledad, de la impotencia y de la frustración que en muchos momentos hemos sentido en nuestro contexto laboral. Se debe trabajar de forma conjunta en la búsqueda del consenso (sobre causas y consecuencias, modelos de intervención, estrategias o tiempos) y generar una creatividad conjunta que posibilite la búsqueda de respuestas adecuadas a los problemas específicos y casi siempre únicos. El trabajo empieza en cada uno de nosotros, en aquello que podemos aportar.

Y para cuidarnos tendremos que trabajar, además, con nuestra propia frustración y con la asunción de que nosotros sólo acompañamos a las personas en sus procesos, y de que son ellos los generadores de los cambios en sus vidas. Tomar conciencia en relación a los propios límites de la intervención que llevamos a cabo, tratando siempre de dar calidad y favoreciendo un trabajo comprometido, coordinado y colaborativo, hasta donde nuestras posibilidades lleguen. 

Nuestra intervención habitualmente requiere de un tiempo prolongado, del cual no disponemos, y de una disponibilidad incondicional que no podemos dar, cuando se intentan reactivar recursos “dormidos” o aparentemente inexistentes. Nos supone un reto respetar los tiempos de las familias, y entender que los procesos son suyos y no nuestros. Comprender los momentos de impasse o los retrocesos, o asumir que en este momento la persona, o la familia, no puede o no quiere hacer un cambio, es fundamental para manejar la propia impotencia. Habituados a estas situaciones, la cronicidad de las familias puede convertirse en la costumbre para los profesionales.

Frecuentemente nos encontramos también con dificultades para evitar atribuirnos una responsabilidad que nos sobrepasa ampliamente. Por eso las expectativas tienen que ser realistas y ajustadas a sus posibilidades, no a nuestros deseos. Trabajamos desde el apoyo de los recursos naturales de las personas o de sus competencias para enfrentarse a los conflictos o dificultades de su vida, tratando de que sean protagonistas participativos y reflexivos en sus procesos. A veces nuestra propia impotencia genera un sentimiento de desconfianza ante las posibilidades del otro desde el que es imposible acompañarle en el proceso de cambio. Es fundamental, por tanto, alejarnos de las fantasías de omnipotencia, de la asunción de responsabilidades excesivas, y de otras situaciones que pueden llegar a ser desbordantes para nosotros. Y sin lugar a dudas, reconocer el error y/o la imposibilidad de trabajar con un caso concreto, asumiéndolo como fuente de información y aprendizaje.



Cuídate
 
En definitiva, somos el instrumento fundamental de nuestro trabajo, y para poder “utilizarnos” de la mejor manera posible tenemos que conocernos y cuidarnos.

Es importante por tanto, que nos queramos y nos valoremos, no desde la omnipotencia, sino desde la potencia. Para eso, hay que cuidarse con tiempo y sentido, mantener una formación continuada sin perder el interés por seguir descubriendo, leer, investigar, contrastar, supervisar, mirarse continuamente y realizar un trabajo personal, manteniendo la motivación y el compromiso para ayudar al otro.

Querer nuestra profesión, y seguir trabajando con entusiasmo en lo que hacemos, pasa por aceptar nuestras limitaciones, saber que nos pasan cosas y que éstas no quedan fuera del despacho, del domicilio o de la sala de reuniones. Nuestras profesiones suponen riesgos para nosotros, pero también la posibilidad de crecimiento a muchos niveles.

Y por supuesto no dejar de ser conscientes de que el autocuidado pasa por cuidar el resto de áreas de nuestra vida, potenciarlas, disfrutarlas y sentirlas como espacios nutrientes, posibilitadores de “descontaminación”, cuidado y sobre todo disfrute y bienestar. Y esto, también hay que construirlo y nutrirlo.



Itziar Fernández – Psicóloga de Agintzari SCIS
 
Soy Licenciada en Psicología (2001) y Terapeuta de Familia y Pareja. También tengo formación en psicoterapia infantil y adolescente. Trabajo desde el 2006 en el SAT de Bilbao (desde hace unos años en el Distrito de Casco Viejo).

 

 

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